Exposiciones
Antonio M. Xoubanova
Con una extensión de 1700 hectáreas, cinco veces mayor que el central Park de New York o el Hyde Park de Londres, la Casa de Campo es el mayor bosque de Madrid. Situada en un margen de la ciudad, frente al Palacio Real, fue propiedad de la realeza, que la usaba como coto de caza, hasta que durante la Segunda República el Estado la cedió al pueblo de Madrid. El 1 de mayo de 1931, 300.000 madrileños entraron en tromba para celebrarlo; fue la primera vez en la historia que el pueblo llano pisaba este recinto.Desde entonces, la Casa de Campo es un parque público.
Cerrado en su mayoría al tráfico rodado, el hábitat ofrece todo lo que una especie necesita para prosperar: tranquilidad, bosque donde esconderse, pequeña fauna -conejos- y agua, que brota de sus numerosas fuentes. Gracias a estas excelentes condiciones, en la actualidad el ecosistema de la Casa de Campo está poblado por una especie escurridiza y difícil de observar que trataremos de describir a continuación.
Estos pobladores del bosque han sido descritos de muchas maneras, y los testimonios difieren. Hay informantes que refieren color translúcido, talla escasa y mirada torva, aunque en general los avistamientos han sido de espaldas y en huida, en impresiones fugaces e incompletas. Los escasos documentos fotográficos que existen no permiten tampoco sacar conclusiones generales. No se les conoce lenguaje, aunque debido a su naturaleza esquiva no es descartable que lo tengan y simplemente renuncien a utilizarlo con el extraño. Son de comportamiento desconfiado y a ser posible nunca se muestran. Sin embargo, casi siempre se puede concluir que ESTAN AHÍ. Esta sencilla estrategia de no ser vistos pero sin embargo imponer su presencia es lo que les ha garantizado la supervivencia, al igual que a muchas tribus aún ignotas del Amazonas brasileño.
En cuanto a su comportamiento social cotidiano, los habitantes de este bosque están mayoritariamente a lo suyo, que nadie sabe muy exactamente qué es, pero que tiene en apariencia profunda relación con lo ritual y místico. En general viven en grupos familiares pequeños, itinerantes y no emparentados entre sí, que en ocasiones se congregan para ciertos rituales de apareamiento, caza o cosas simplemente raras. Dada la escasez de información, tampoco se puede decir que sean buenas personas.
La amplitud del espacio, donde pueden encontrarse a varios kilómetros de distancia del próximo lugar habitado o carretera transitable, y sus múltiples recovecos, les permite desarrollar sus rituales con la tranquilidad que necesitan. Por el territorio se multiplican los restos, señales que reflejan una actividad espiritual difícil de interpretar. Para el investigador, el transeúnte o el intruso, el hallazgo arqueológico indica siempre lo mismo: alguien estuvo aquí, alguien hizo esto. Aquí ocurren cosas.
Es importante comprender la naturaleza dimensional de estos seres: cada individuo translúcido que habita la Casa de Campo es en realidad la parte oscura, incierta y libre de un madrileño; el resto de la persona vive en Madrid una vida normal de perfil bajo como administrador de sistemas o guardia de seguridad, y se disgrega o reunifica con su lado oscuro mediante el transporte público, en general el metro.
Hay cosas que uno tiene que hacer solo y al aire libre. No vamos aquí a decir cuáles: cada cual tiene las suyas. Para poder existir, los seres de este bosque necesitan de una zona de penumbra social que permite la interacción con otros individuos, al modo de un cine, quizás porno. El hábitat es óptimo para ello: un espacio natural que no está desierto pero al mismo tiempo está lo suficientemente alejado de la autoridad y sobre todo de la gente. En la Gran Vía no te pueden violar, ni seguramente en el Himalaya. Aquí sí, y esa es la condición para la proliferación de esta especie. En 1800, entrar a la Casa de Campo estaba castigado con 200 azotes, y algo hay todavía de eso. El habitante de la Casa de Campo, como se ha desprendido ya de su parte vulnerable, no teme andar solo por un bosque. Aun corriendo el mismo peligro, lo que diferencia a la fiera del bosque del viajero que teme adentrarse en él, es precisamente eso: la falta de miedo.
Dicen que las almas de los recién difuntos pasan por el Cerro Garabitas antes de abandonar Madrid. Sin embargo, algunos deciden quedarse, o quizás no toman nunca la decisión y se quedan cual mendigos en la estación de autobuses, que al principio pedían para el billete y después ya no saben para qué pedían, y deambulan eternamente por el purgatorio de la Casa de Campo.
Todo lo que quieren es que los dejen en paz.
Texto © Luis Lopez Navarro